lunes, 18 de abril de 2011

Carta VII


Querida familia: 

Hora es de que digamos algo sobre la familia de mi madre, aunque, por las razones antedichas, seré mucho más breve que al tratar de la familia paterna. El adjetivo que mejor califica a las familias Álvarez-Ossorio y Fernández-Palacios es el de prolíficas. Son, somos, muchísimos y, además, estamos muy esparcidos por toda la geografía nacional. Hay Álvarez-Ossorio en Madrid y en Barcelona y en Valencia, y en la provincia de Cádiz se puede decir que rebosan. Algo parecido ocurre con los Fernández-Palacios.

Mi hija Mercedes me proporcionó, hace algunos años, una relación genealógica de esta familia que lleva el título: Linajes. Descendientes de don Juan Fernández de Palacios. Figura este señor como miembro único de la que denomina primera generación y su nombre no va acompañado de ninguna fecha. Pero hay que pensar que vivió en la época decadente y picaresca de Felipe IV, ya que la primera fecha que aparece en la citada relación es 1737, año en que nació uno de sus biznietos y en el que reinaba el primer Borbón, Felipe V.

En el citado documento figuran 1.026 nombres distribuidos en once generaciones que descienden de D. Juan Fernández de Palacios. Como consecuencia de los enlaces matrimoniales, aparecen también los apellidos de muchas familias de la clase media-alta de Sevilla y el más frecuente (303 veces) es Álvarez-Ossorio, ya que ambas familias entroncaron repetidas veces. Voy a reseñar algún ejemplo: las hermanas Ana y Antonia Fernández-Palacios Labraña, nacidas a mediados del XIX, se casaron con los hermanos Juan y José Álvarez-Ossorio Cuadrado. Con lo cual, los hijos de ambas parejas tuvieron los mismos apellidos. José y Antonia fueron mis abuelos. Otro ejemplo: mi tío Perico se casó con su prima Antonia Fernández-Palacios y, por tanto, sus hijos llevan los mismos apellidos que su padre. En suma, ambas familias estuvieron siempre estrechamente relacionadas.

Tengo cierta tendencia, al examinar un momento determinado de un clan familiar, a buscar quién es la persona más representativa del mismo, el jefe del clan o patriarca, pero en muchos casos me faltan datos para atribuir dicho cargo a una persona concreta. Tal cosa me ocurre con la familia Fernández-Palacios, aunque creo que puedo destacar en ella a Miguel Fernández-Palacios Derqui, mi bisabuelo, que vivió en el siglo XIX y sería el fundador de la empresa que llevó su nombre y que yo conocí con el de Hijos de Miguel Fernández-Palacios, dedicada a la comercialización de materiales de construcción. Estaba ubicada en las rondas, en unos locales que incluían ruinas del antiguo convento de San Agustín que había tenido gran importancia en la época de los Austrias. Nosotros teníamos un paquetito de acciones que nos proporcionaban unos minidividendos que eran bienvenidos en épocas de crecimiento familiar. Estos dividendos dejaron de venir un día, la empresa murió y las acciones pasaron a la papelera.

Mi bisabuelo Miguel casó con Antonia Labraña de la Peña, que le dio dieciséis hijos de los cuales se le lograron doce. Apenas tengo datos de algunos de ellos, por ejemplo, de tío Perico, que participó en la vida sociopolítica de Sevilla y fue incluso diputado en las Cortes generales del Reino, de tío Arturo, etc. Creo haber conocido a tía Luz, la número quince de esta familia, que murió a los noventa y cinco años. Luz dio a luz quince hijos.

Mamá, en los años de donde proceden mis recuerdos más antiguos, mencionaba con admiración y cariño a su tía Gracia. Esta señora se casó con Francisco Recur, persona de muy boyante situación económica;  vivían en la Huerta de Santa Teresa, una extensa finca situada en las entonces afueras de Sevilla muy próxima a la Cruz del Campo, el sencillo monumento religioso que ha dado nombre a la conocida marca de cerveza. La finca tenía una amplia capilla en la que se decía la misa dominical con asistencia del matrimonio y sus muchos servidores. Pero Recur, que era hombre religioso, era también muy culto, buen lector y aficionado a discutirlo todo. Por ello, según me contó papá, llevaba cada domingo a un sacerdote distinto, se empollaba los temas de las lecturas sacras del día y, tras la misa, invitaba al clérigo a un buen desayuno y mantenía con él una extensa discusión en la que hacía gala de sus amplios conocimientos teológicos.

Tía Gracia no tuvo hijos y dedicó una gran parte de su pecunio a obras de caridad. Fundó en Triana, entonces un barrio de nivel económico muy bajo, una institución benéfica para atender a los niños menesterosos de la zona. No sé si aún existe este centro que ostentaba en la parte superior de la fachada una cartela en azulejo que decía Fundación de Dña. Gracia Fernández-Palacios. Mamá nos llevó a Maruja y a mí varias veces a ver como realizaban su labor las monjas que atendían a la chiquillería.
         
De la otra rama de la familia de mamá, los Álvarez-Ossorio, también me faltan muchos datos. Puede que fuese verdad lo que decía mi padre: que entre los caballeros que acompañados de sus mesnadas, comandados por Fernando III de Castilla, el rey santo, conquistaron Sevilla en el año 1248, figuraba un Álvaro de Ossorio que fue el origen de esta parte de nuestra familia materna. Parece que el dato procede los Anales eclesiásticos y seculares de la muy noble y muy leal ciudad de Sevilla de Ortiz de Zúñiga, una curiosa colección de tomitos apaisados, es decir, en los que el lomo es uno de los lados cortos del rectángulo del libro. Quizás estos volúmenes estén aún en poder de Paco. En cualquier caso, las raíces sevillanas de la familia Álvarez-Ossorio tienen siglos de existencia y sus entronques con otras familias conocidas de Sevilla fueron frecuentes.

Para evitar engorrosas listas de nombres y limitarme a lo que guarda relación con mis propias vivencias me voy a referir en adelante sólo a los más inmediatos parientes de mamá: sus hermanos y la descendencia de ellos. Según mis datos, mis abuelos tuvieron doce hijos pero sólo cinco de ellos llegaron a la edad adulta: Antonia, María Josefa, Pedro, Manuel y Mercedes, mi madre. 

Según atestiguan algunas fotos, la mayor, Antonia, era una mujer de una gran belleza, rubia tirando a trigueña. Se casó con Luis Abaurrea Cuadrado, Catedrático de Física de la Universidad hispalense, al que recuerdo como hombre serio, barbudo y un tanto huraño. Vivían en una gran casa de patio en uno de los sitios para mí más apetecibles de Sevilla; la tranquila, céntrica y recoleta plaza de Molviedro, cuyo silencio se hace más hondo cuando al alborear el Viernes Santo ve pasar a Nuestro Padre Jesús del Gran Poder que, precedido de una innumerable fila de nazarenos negros, regresa bendiciendo a sus devotos a su plaza de San Lorenzo.

Luis y Antonia tuvieron tres hijos, el último de los cuales murió de pocos años. Curro, el mayor, fue muy prolífico en su matrimonio y sus numerosos descendientes viven casi todos en Sevilla. Estudió Ciencias pero no ejerció su carrera, dedicándose a actividades relacionadas con sus bienes familiares. Hombre de gran fervor religioso, pertenecía a la famosa Hermandad de la Caridad ,que fundó allá por el año 1660 el noble sevillano don Miguel de Mañara y Vicentelo de Leca, que tras una juventud desenfrenada en la que se contaban por docenas las mujeres seducidas y otro tanto ocurría con los sangrientos lances de espada en los que siempre triunfó, experimentó un repentina conversión y decidió dedicar el resto de sus días y todos sus bienes de fortuna al servicio de los pobres. Creó el Hospital de la Caridad, que atendía a los menesterosos, e hizo construir el conocido templo, joya de la Arquitectura sevillana que fue enriquecido con el retablo de Pedro Roldán, padre del artífice de la Macarena, con los dos cuadros estremecedores de Valdés Leal relativos a los novísimos o postrimerías del hombre y con un buen número de otros, del pincel de Murillo, representando pasajes de la Biblia o de la vida de santos que cubren prácticamente todas las paredes del recinto. En mis primeras visitas a esta iglesia, allá por los años de mi juventud, un lienzo de pared muy amplio estaba vacío y en él se dibujaba tenuemente la silueta del cuadro que debía ocuparlo, cuya parte superior tenía la forma de media circunferencia. Se trataba del cuadro de Santa Isabel de Hungría a la que Murillo representaba atendiendo a los pobres. Este cuadro fue robado por el Mariscal Soult, que conquistó Sevilla en las guerras napoleónicas y se llevó ésta y otras muchas obras de arte como trofeos a su país. Parece que las autoridades locales y nacionales reclamaron en muchas ocasiones la posesión del cuadro, pero esta petición no tuvo respuesta favorable hasta los años cuarenta del siglo pasado. Los franceses se habían tomado bastante más de un siglo para arrepentirse de su fechoría. Maruja y José Ramón se casaron en esta iglesia, preferida para matrimoniar por muchos jóvenes sevillanos.

Algunos autores han tratado de minimizar las culpas de don Miguel considerando como frivolidad su libertinaje y como leyenda la historia que de él se contaba. Pero la veracidad de ésta viene avalada por su testamento en el que, un tanto pomposamente, se inculpa de los peores pecados y en el epitafio que redactó para su tumba: Aquí yacen los huesos del peor hombre que ha habido en el mundo. Quiso ser enterrado en la puerta de entrada al templo al no considerarse digno de serlo en su interior. Como se dice en todas las historias de la literatura española, Tirso de Molina se inspiró en la vida de Mañara para crear su D. Juan en El Burlador de Sevilla y convidado de piedra. De ella deriva el Don Juan Tenorio de José Zorrilla, la obra teatral más representada en España a lo largo del siglo XX y los muchísimos ensayos, novelas, artículos, etc. que se ocupan del mito de Don Juan.

Las reglas de la Hermandad de la Caridad prescriben determinados ritos de sabor arcaico que han de seguirse a la muerte de los hermanos y que creo se siguen cumpliendo aún. Se relacionan, además, en ellas las obligaciones de los hermanos, entre ellas la asistencia a determinados cultos y el servir la comida a los pobres acogidos un número de días al año. Otros deberes habían quedado obsoletos por el paso de los siglos y, entre ellos, el de atender en sus últimos momentos a los criminales que iban a ser ajusticiados mediante garrote vil durante la última noche de su vida. Este precepto estaba prácticamente olvidado porque en Sevilla hacía mucho tiempo que no se condenaba a muerte a nadie.

Estalló la guerra civil y, en sus comienzos, fueron fusilados muchos rojos. Pero la pena de muerte dictaminada por los tribunales militares por los que eran considerados crímenes contra la patria no parecía comportar obligaciones de los hermanos de la Caridad respecto de los reos. Pero a mediados de la guerra llegó a las autoridades hispalenses la noticia de que un barco de la zona roja iba a atravesar el estrecho de Gibraltar en una misión cuyo destino era algún puerto de la costa levantina. La misión estaba a cargo de Garcia Atadell, jefe de la llamada brigada del amanecer, un grupo de milicianos acaudillados por él, que en Madrid en las primeras horas del día sacaba, de las muchas prisiones en las que se hacinaban los presos de filiación derechista, a un grupo de ellos y los fusilaba en algún descampado de los alrededores de la capital. El barco fue interceptado y García Atadell y un lugarteniente suyo fueron juzgados y condenados a muerte. Pero como sus crímenes eran crímenes comunes no actuó un tribunal militar sino uno civil que aplicó la pena prescrita de muerte por garrote vil. La Hermandad de la Caridad se vio compelida a cumplir sus reglamentos y a designar, creo que por sorteo, a dos hermanos para que asistieran a los condenados en su última noche. Uno de los designados fue mi primo Curro, que contaba haber pasado la noche más amarga de su vida. García Atadell se mantuvo duro e impasible sin aceptar ninguna asistencia religiosa ni ningún tipo de atención. Su lugarteniente requirió en cambio la presencia de un sacerdote y aceptó las pequeñas atenciones de los hermanos. Esta anécdota, que cuento anticipándome en fechas, es casi la única que recuerdo del mayor de mis primos maternos que, por lo demás, fue un marido y un padre feliz y un cumplido ciudadano.

Mi prima María Abaurrea fue un personaje singular. Parece que siempre quiso ser monja pero, según una malévola observación de una de sus primas, no recuerdo cual, siempre que postulaba su entrada en un convento lo hacía con una condición: ser nombrada de inmediato priora o abadesa y, mejor, superiora general de la correspondiente orden. Parece que en ninguno de sus intentos, las comunidades pudieron encontrar en sus reglas algún artículo que permitiera acceder a las exigencias de María. Esta observación bromista la definía muy bien; María permaneció soltera y dedicó su tiempo, sus bienes y su capacidad de mando a crear y desarrollar un centro de formación de enfermeras cristianas que ha dado muy buenas profesionales sanitarias. María murió a los 95 años.

Al igual que mi abuela Antonia, sus hijas Antonia y María Pepa murieron en los años veinte de tuberculosis, enfermedad que entonces producía auténticos estragos en la población. Tía María Pepa se casó con Manuel Laraña, hijo del abogado de igual nombre que había sido Rector de la Universidad sevillana radicada entonces en la calle que después llevó su nombre y que es prolongación de la Campana. Tío Manolo Laraña regentaba un bufete muy prestigiado en el que mi padre estuvo un corto tiempo como pasante; allí conoció a mamá, trece años más joven que su hermana, y allí se enamoraron. Tío Manolo murió también joven, pocos años antes que su mujer y los cinco hermanos Laraña: María, Manuela, Manuel, Pepe y Consuelo quedaron huérfanos de padre y madre en las difíciles edades de los catorce a los veinte años. Esto trajo como consecuencia que nuestra relación con los primos Laraña fue muy estrecha durante unos pocos años hasta la muerte de mi madre. Los primos compraron el chalet contiguo al nuestro, en la esquina de las calles Progreso y Porvenir, al objeto de estar al amparo y vigilancia de mis padres. Recuerdo que, como ambos chalets estaban adosados, se abrió una puerta que comunicaba sus respectivos gabinetes y permitía el paso de una vivienda a otra sin merma de la independencia de cada familia.

La disolución del clan Laraña se produjo pronto. Manolo ingresó en la Academia Militar de Zaragoza y apenas lo veíamos. Pepe inició los estudios de Derecho pero a los pocos meses y de forma inesperada decidió ingresar en la Compañía de Jesús. Abandonó estudios y novia y marchó al Noviciado del Puerto de Santa María para empezar su preparación al sacerdocio. Como si se tratara de una familia de los tiempos heroicos, entregaba al primogénito al servicio de la patria y al segundo al de la Iglesia. Manolo hizo una carrera brillante y tras conseguir las primeras estrellas solicitó y obtuvo destino en el Protectorado marroquí; el servicio en África era el más deseado por los militares de auténtica vocación castrense. Pero… lo recuerdo como una de las punzadas dolorosas de mi adolescencia. En 1935 visitábamos nosotros a la familia de tío Perico, a la que se habían incorporado las chicas Laraña, en una casa de recreo cercana a Sevilla. Un escueto telegrama daba cuenta del fallecimiento casi repentino de Manolo causado por la fiebre amarilla, endemia que producía en el ejército colonial más bajas que los rebeldes marroquíes.

Pepe siguió sus estudios jesuíticos, que pronto hubo de continuar en Bélgica al ser expulsada de España la Compañía de Jesús por el Gobierno de la República. Esta inaceptable y bárbara decisión tuvo, sin embargo, su lado favorable: la orden ignaciana sufrió en grado muchísimo menor que las otras la persecución sangrienta de 1936-1939, porque la mayoría de sus miembros españoles no estaban en España. Pepe fue un jesuita ejemplar, volcado en los problemas sociales en sus dos destinos principales: Santa Cruz de Tenerife y Huelva; algunos de los que le conocieron me dijeron que no les extrañaría verlo un día en los altares. A lo largo de su vida participó en varias reuniones familiares y yo coincidí con él en algunas. Observé que tenía un único y pequeñísimo vicio, autorizado por sus superiores, fumaba. Eso sí, un tabaco malísimo, negro y de liar; había que colocar las fibras u hojuelas en un pequeño papel de seda muy fino, enrollar el conjunto usando ambas manos y ensalivar el borde engominado del papelillo para formar algo así como un cilindro. En mis tiempos yo también aprendí esa operación; de la pericia en practicarla, nos enorgullecíamos a los 15-16 años los que nos iniciábamos en el vicio. Al contemplar a Pepe, al padre Laraña, hacer y fumarse su pitillo, he pensado que la advertencia disuasoria de los paquetes de cigarrillos actuales: El tabaco mata quedaría mas correcta así: El tabaco mata…. pero no siempre. Porque Pepe, santo sacerdote y fumador empedernido, vivió noventa y cinco años.
          
Las tres hermanas Laraña eran muy distintas unas de otras. La mayor, María, pasó por la vida quedamente, sin levantar la voz, casi sin pisar el suelo, por supuesto sin molestar a nadie pero sin realizaciones significativas. Fue quizás una víctima de algo a lo que he aludido en una carta anterior: en aquel entonces, las jóvenes de nuestra clase no tenían más perspectivas que la espera del matrimonio y éste no llegó para María, que además renunciaba claramente a su papel de hermana mayor a favor de Manuela; vivió algunos años en casa de ésta, otros con tío Perico y acabó su vida con más de noventa años en la Residencia de la calle Castelar en la que ha estado también mi hermana. 

Manuela merece un párrafo aparte ya que para mí fue una mujer que se adelantó a su tiempo rebelándose contra las limitaciones que la sociedad imponía a su sexo y condición. Manuela tenía una íntima amiga, Cuqui Benjumea, de una notable familia sevillana varios de cuyos miembros, abogados e ingenieros, han prestado importantes servicios a las instituciones políticas y sociales hispalenses; además, dos de ellos fueron ministros del Gobierno de España. Ambas amigas coincidían en considerar que era una estupidez que la mujer no tuviera parte activa en la vida político-social reduciéndose su papel a esperar en casa. Sin dudarlo más, solicitaron del Ayuntamiento que se les asignara alguna labor en el campo de la beneficencia tan necesitado de colaboraciones. Probablemente el munícipe que recibió la petición la tomó con escepticismo, si no es que le produjo un ataque de risa, pero accedió benevolente esperando quizás que todo quedara en un capricho de corta duración. No olvidemos que entonces la mujer no podía votar, le estaba vedado participar en la decisión de las cuestiones políticas. Pero parece que las dos chicas dieron resultado y realizaron bien su trabajo dando incluso ejemplo de dedicación y eficiencia. Eso sí, tuvieron que arrostrar las duras críticas de muchas de sus conciudadanas, especialmente de las de cierta edad, que las calificaron de atrevidas, insensatas, alocadas y otras lindezas por el estilo. Recordad los mayores de mis lectores que esta situación, que se daba en muchas ciudades, fue llevada con éxito al teatro y al cine con la divertida comedia de Mihura Sublime decisión.

Cuando ya pasaba de los treinta años, Manuela se casó con Ildefonso Camacho, un prestigioso médico analista que ya superaba los cuarenta. Fue un matrimonio feliz y prolífico; creo que la mayoría de sus nueve hijos vive en Sevilla.

Consuelo, la menor de las Laraña, era una chiquita dulce y bonita. Todos la queríamos mucho. Mis padres sentían por ella la predilección que tienen los parientes por el menor de los hermanos cuando estos se quedan repentinamente huérfanos. Incluso después de muerta mamá, creo que en 1934, veraneó con nosotros en Chipiona. Creo que fue allí donde conoció a Marcelo Florido; se enamoraron y se casaron poco después. Tuvieron diez hijos. Consuelo murió joven y Marcelo tardó pocos años en seguirla.

Tío Perico era el patriarca del clan familiar. Era un hombre alto, de buen porte, la cabeza un tanto grande y bastante calvo. Ejerció como abogado y trabajó también en empresas familiares. No participó directamente en la política pero fue miembro y en algún caso presidente de las juntas de gobierno de varias asociaciones y entidades mercantiles. En todas sus actuaciones se atuvo rigurosamente a sus acendrados principios cristianos. Siempre me pareció que la burguesía sevillana lo consideraba como la persona en la que se podía confiar, a la que recurrir para resolver litigios, para aunar discrepancias, para poner orden en lo que otros habían desorganizado y que todo lo hacía sin ánimo de lucro o de lucimiento personal.

Como ya he dicho, tío Perico se casó con su prima, tía Antonia: tuvieron doce hijos. Dos de ellos, Albertito y Adela, murieron de pequeños en una epidemia, creo, que de difteria, enfermedad que también afectó a Teresa, gemela de Adela que la superó. Recuerdo mi impresión cuando recibí la noticia y pienso en retrospectiva que estas muertes infantiles tan frecuentes entonces eran recibidas con una especie de tranquila resignación, por supuesto no exenta de tristeza, pero sin el componente de rebeldía. Tío Perico fue el único longevo de sus hermanos y murió a los 88 años.

Tío Manolo Álvarez-Ossorio casó con Maruja Gutierrez del Corral y tuvo diez hijos. Tía Maruja murió joven, seis meses después de mamá, y su marido no muchos años después. María, la mayor de los hijos, quiso siempre ser monja y profesar en la orden que regentaba el colegio donde había estudiado, pero la muerte prematura de su madre le impidió seguir su vocación y le obligó a cuidar de sus hermanos y de su padre. Muerto éste, se vio aún más absorbida por las atenciones familiares. Su tarea se vio aliviada por la pronta boda del hermano mayor Manolo y porque las dos chicas más pequeñas, Milagros y Matilde, fueron adoptadas por sus tíos Luis Álvarez-Ossorio y Fernández-Palacios y su mujer Matilde Gutierrez del Corral y de la Rasilla. El primero, primo hermano doble de su padre (hijo de Juan y Ana mencionados al principio de este escrito) y la segunda, hermana de su madre. Por tanto, estas primas mías llevan los mismos apellidos que llevarían si sus padres adoptivos hubieran sido sus padres biológicos.

María, una vez que sus hermanos encontraron sus caminos en la vida, ingresó en el convento donde murió hace años.

Esta carta resultará un tanto pesada por el desfile de tanto pariente. Además de algunas anécdotas he querido reflejar la personalidad de algunos de ellos tal y como yo la veía.
           
Abrazos y besos de

Rafael

N.b. Quiero agradecer a mi hija Mercedes por el cuidado y entusiasmo con que pone estas historias en letras de molde y por su difusión a través de esos aparatos maléficos que a mí, por razones de edad, ya me vienen anchos.

N.b. Mi primo Enrique me envía fotocopias de una serie de documentos relacionados con la parentela paterna: testamentos, certificaciones matrimoniales, resúmenes biográficos, etc. El examen, de momento superficial, de los mismos, me hace ver que en lo que he escrito hay algunos errores u omisiones. Sin embargo, casi me alegro de que sea así, por que lo que quiero reflejar en estas hojas son mis recuerdos con sus fallos y mis vivencias con sus imprecisiones.

Prefiero ir incorporando como notas lo que de la susodicha documentación supone un complemento o una rectificación de lo ya escrito. Creo que todo queda así más jugoso, y, por supuesto mi agradecimiento a Enrique por su colaboración a esta ya larga serie de páginas.      

5 comentarios:

  1. Buenos días. estoy interesada en conocer datos de Doña Gracia Fernandez Palacio de Recur. De hecho, estoy escribiendo un libro en el ue su suegra, tiene un papel muy relevante Podríamos ponernos en contacto. Gracias por tu atención.

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    1. Buenos dias

      ¿Qué necesita saber sobre Gracia Fernández-Palacios? Si le puedo ayudar envieme un correo a mrodrig37@gmail.com con sus datos explicando lo que quiere e intentaré facilitárselos o ponerle en contacto con algún miembro de la familia que los tenga. Somos una familia muy grande. Un saludo,

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  2. Buenas tardes. Hace algún tiempo escribí un artículo sobre la Hispano Aviación arrancando de aquellos Almacenes de Hierro Fernández Palacios, pero me quede con el gusanillo de no haber encontrado ningún dato o fotografía de este importante Señor. No he dejado de buscar y hoy he visto este blog. ¿Sería posible que me facilitaran: Fecha de nacimiento, de donde era natural y si es posible alguna foto suya? Todo cuanto escribo para la revista Triana o fuera de ella, en ese mi afán de dar a conocer aquellos personajes que fueron importantes para nuestro barrio. Con mi agradecimiento, le envío la dirección de mi correo: smmoreno2010@gmail.com

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  3. Hola. En Dos Hermanas hay una casa palacio dedicada a una guardería. Esos terrenos eran de Pedro Fernandez-Palacios Labraña. No encuentro el nombre de su esposa. Me lo podía proporcionar. Su finca en nuestra ciudad se le conoce como la Huerta Palacios. Hoy en día en sus terrenos están construidas también la biblioteca municipal, pero la casa se sigue utilizando como guardería. Se dice que no tuvieron hijos.

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    1. Me puede mandar su email para contestarle?

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